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LAS ENTREVISTAS DE EL PONTÓN FRANCISCO CRESPO PÉREZ

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Desde 1986 son numerosos, y casi siempre deliciosos, los testimonios de los distintos protagonistas de la vida de Puente Genil recogidos en nuestras páginas.

Treinta y cinco años de permanencia ininterrumpida de una publicación, permiten la presencia en nuestra revista de pontanenses que un día, a lo largo de distintas épocas, marcaron la vida de nuestro pueblo o, simplemente, gozaron del cariño y el afecto popular.

Con el ánimo de contar de nuevo con su presencia, de volver a traerlos junto a nosotros, iremos recuperando algunos de esos testimonios que en forma de entrevistas quedaron plasmados para la posteridad. 

     
Francisco Crespo Pérez, Frasquito Crespo

Publicado en El Pontón nº 2, mayo 1986. Original de Miguel Jiménez López.

Francisco Crespo Pérez, conocido cariñosamente por sus amistades por «Frasquito Crespo», tiene un aspecto barojiano, vestido con la bata de casa y tocado de boina. Ha cumplido noventa y seis años, edad que le erige como uno de los pontanenses más longevos de la actualidad, si no es el que más se aproxima al siglo. Todavía hace mentalmente operaciones aritméticas con una celeridad que pasma, y entabla una conversación en la que enhebra el recuerdo con la clarividencia.

-«Cuando cumplí los 93 años me di cuenta de que era viejo. Hasta entonces había vivido como si tuviese sólo 50. La verdad es que yo siempre me tomé la vida alegremente, evitando preocupaciones. La única medicina que me he administrado a lo largo del tiempo ha sido el vino, eso sí, con moderación y un reposo natural. Desde hace un trienio en que dejé de tomarlo y lo sustituí por jarabes y pastillas, he ido perdiendo facultades. Y lo que más siento es el deterioro de la vista, pues siempre fui un lector empedernido. Mis autores preferidos son Blasco Ibáñez, Cervantes y Alejandro Dumas, y con ellos, y algunos más, me he pasado días enteros leyendo.»

Me ofrece amablemente una copa de vino del que le traen de Moriles, sacado de una bota especial a la que llaman «la del cura», y ciertamente tiene una suave y gustosa embocadura. En ese momento se produce una llamada telefónica reclamando a una de sus hijas, y con una agilidad sorprendente baja las escaleras a avisarle, y al poco, regresa sin ni siquiera tener alterada la respiración. Es como si poseyese el arte de retrasar indefinidamente la fatiga.

-«He sido un gran andarín, pero ahora sólo pedaleo en casa en una bicicleta que me han comprado. Cuando podía ser, tomaba por Miragenil, llegaba al Puente de Hierro y regresaba orillando la vía del tren, siempre leyendo al paso. Ese es el único deporte que me ha gustado, pues siendo tesorero del club de Fútbol «El Genil» -se hacían 60 pesetas de taquilla- tuve que poner dinero de mi bolsillo para enjugar un déficit y se me acabó la afición. Por cierto, que el campo de fútbol estaba en el llano de Santa Filomena y había unos jugadores extraordinarios, como Paco Varo y el famoso Erchales. Como es de suponer, me gusta nuestra Semana Santa y por eso estuve dos años en el Imperio Romano y catorce en La Judea. Hoy son muy hermosos los desfiles, pero tal vez les falte un poco de más orden».

La vida no es más que una monótona sucesión de bazas contadas en la que la inseguridad es el único distintivo real de la especie humana y, por contra, la cultura viene a ser la gran pauta, la regla dorada para un permanente estado de paz. Con todo, existen parajes con una fatal atracción, con una predestinación singular para liarse a mamporros y zurriagazos.       

-«Por suerte no me he visto envuelto de lleno en ninguna guerra, pues en la de África permanecí en Larache con el general Silvestre, y en la Guerra Civil no me alcanzó la recluta por la edad. No he tenido filiación política, aunque no puedo renunciar a la paz y al orden. Un poquillo contestatario sí que fui, y casi siempre iba a la contra de los mandones, pues a mi entender, ninguno lo hace bien. Por eso me echó una reprimenda Joaquín Reina cuando fue alcalde. No puedo quejarme, pues la vida me ha tratado bien, y aunque he pasado dos veces por el amargo trance de la viudedad, tengo ocho hijos, todos magníficos, que son mi gran orgullo».

     

Ha disfrutado desde siempre del privilegio de pasar por este valle de lágrimas sin herrumbre en la conciencia y, quizá por ello, desde la primavera de su albedrío, luce una paz sosegadora en el mirar. La suya ha sido una vida que, a pesar del inexorable y ruin paso del calendario, siempre tuvo las medidas deseadas. Ha alcanzado, tal vez sin sospecharlo, la plenitud de la sabiduría que otorga la solera de los años.

-«Con quince años entré en La Alianza y allí estuve trabajando como Oficial administrativo hasta la jubilación. La fidelidad forma parte de mi carácter. Por cierto, que esta vitalidad mía que tanto asombra puede que se deba, además de a mi propia naturaleza, a que no he fumado. Bueno, en realidad fumé durante un año. Había unos mazos de veinticinco cigarrillos, gordos como morcillas, que costaban 40 céntimos, y un buen día, sin previo aviso los subieron a 45. Cogí tal rabieta que dejé de fumar y hasta hoy. He conocido a muchos hombres de mérito de nuestro pueblo, a Manuel Reina, por ejemplo, que era una excelente persona y un verdadero caballero, muy relacionado en Madrid. Desgraciadamente se quedó en precursor del Modernismo. Para poeta cabal y de calidad, mi primo Manolo Pérez Carrascosa, tan inteligente, tan culto. Por ahí andan desperdigados infinidad de poemas y sonetos magistrales inéditos, que nadie se preocupa de publicar. Lástima que fuese un bohemio y se empecinara en no salir de su pueblo, pues de haberlo hecho, sin duda habría alcanzado su verdadera dimensión de gran lírico».

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