De resaca, todavía, de esta única (y esperemos que irrepetible) Semana Santa, pero ya con la tranquilidad de pensar, recordar y recorrer todos estos días que se nos han avecinado de una forma desconocida para todos, puedo reiterar lo que pensaba antes de todo: con el paso del tiempo recordaremos esta Semana Santa de una forma especial, y con momentos muy emotivos y únicos, pero que ojalá, nunca se repitan.
Este año, «el atractivo», eran las Cofradías de nuestro pueblo. La base imprescindible de toda Semana Santa que se precie. Y las posibilidades no eran muy numerosas; solemnes veneraciones, exposiciones, rezos claustrales, intervenciones puntuales dentro del templo y, la verdad, poco más. Unas cofradías realizaron lo que quisieron, otras lo que debieron y otras lo que pudieron. Pero todo enmarcado en este acotado planteamiento que nos presentaban las iglesias de Puente Genil. Esto hacía que, nuestro verdadero elemento diferenciador con respecto a otras ciudades quedara prácticamente anulado (algunas corporaciones expusieron sus figuras desde la ventana del cuartel).
Ciertamente la fotografía que se podría hacer cada jornada, aunque no la querremos ver repetir, era bellísima. En cualquier Semana Santa que se precie, donde Jesús y María va en busca del hombre, este año el hombre fue en busca de Ellos. Y el ordenado reguero que, diariamente, se podía ver en las inmediaciones de los templos era, ciertamente, bello y esperanzador. En las diferentes sedes, pudimos disfrutar de nuestros Titulares de una forma distinta. Muy cercanos, con sus mejores galas. Dispuestos para que el pueblo de Puente Genil pudiera recordar lo que sería una Semana Santa en la calle.
Pero si somos objetivos, y de forma irremediable, no seríamos diferentes al resto de ciudades andaluzas o españolas. Pero… al final no fue así. ¿Y nuestro Coro? Pues la verdad que lo volvió a hacer.
Tras una Cuaresma descafeinada para ellos (comenzaron a cantar el domingo de Transfiguración), y pudiéndo haber descansado y disfrutar de las visitas a los templos de forma más tranquila y sosegada con familia y amigos, estos hombres de voces graves, los cuales poseen unas gargantas donde vive el alma de Puente Genil, decidieron hacer Estación de Penitencia con las Cofradías de nuestro pueblo. Coplas, plegarias, arias, coreadas, cuarteleras… el repertorio más autóctono de Puente Genil fue ofrecido a Jesús y a María, y por ende, a todos los que pudimos disfrutar de esas intervenciones. En ese momento, Puente Genil, se transformaba en único. Con otro elemento diferenciador, nuestro y que nadie, absolutamente nadie posee. Un tesoro envidiado por todos y alabado por todo el que nos visita: la Schola Cantorum Santa Cecilia.
Sus cantos nos elevaron al cielo. Nos evocaron tiempos mejores, no muy lejanos, aunque nos parezcan de otra vida. Si cerrabas los ojos, podrías sentir el olor de ese día. Tocar la túnica o la figura que vistes. Ver el bullicio de la salida. Saborear la magdalena o el ochío que te gusta probar sólo en estos días… todo eso te regalaba el sonido celestial que te entraba por el único sentido libre en ese momento, y que hacia que todo se quedara en el corazón.
A título personal, el coro me regaló, sin esperarlo, mi momento más emotivo e íntimo. Curiosamente en un lugar repleto de gente (la magia de todo esto). El Miércoles Santo, en la Asunción, frente a mi Virgen de la Amargura. Ella se presentaba al pueblo de la forma más soberbia que en mis treinta y siete años de edad he podido conocer. Muy cercana; tanto… que contradictoriamente te hacia retroceder porque no se podía con tanta poderosa belleza. A media tarde, «la Schola» subió al coro del Convento y comenzó ese momento que acabo de mentar. En un lado de la nave central me puse y sin poder quitar los ojos de Ella, dispuesta en el centro del templo, nos dedicamos a hablar. A mirarnos como madre e hijo. El clímax llegó cuando las primeras notas del piano anunciaron la que, cariñosamente, es conocida como la «Copla del Jamón». Ahí dejé de hablarle y sólo pude mirarla. Y en sus ojos pasaron todos los recuerdos de mi familia con Ella. Vi en sus ojos a mi abuela Conchi. Me volví a llegar a su ventana, antes de bajarme para la procesión, para que me viera vestido (eso le encantaba). También llegué el domingo de la función a su casa para verme vestido de traje, decirme que le guardara una estampa y darme «dinerillo» a escondidas de mi abuelo y aprovechar para apretarme fuerte la mano. Vi a mis primos, que conmigo, no faltamos un Miércoles para reunirnos junto a Ella. Sentí la saeta de mi madre. Vi a mis sobrinos vestidos y dando los primeros pasos con «Ella» (ojalá anden toda la vida con la Virgen). Vi a todos los frutos de los Palma alrededor de la Virgen. Vi a mi hija, que todavía no la ha visto en la calle, pero sí ha podido prendarse de su belleza y sé que la arropará bajo su interminable manto rojo. Me lo dijo ese mismo día Ella, minutos antes de verle, mi pequeña, la cara por primera vez en su vida.
En sus ojos pude ver todo. Me recordó, nuevamente, que todo llega. Que hay que dejar el curso de la vida. Y los encargados de encender el interruptor del corazón para que pudiera vivir todo eso fueron ellos; mi querido, nuestro querido Coro.
Porque en todos los lugares hubo Semana Santa. Pero el Coro sólo está en Puente Genil.
Eternas gracias, nuevamente.