El Pontón

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Desde 1986 son numerosos, y casi siempre deliciosos, los testimonios de los distintos protagonistas de la vida de Puente Genil recogidos en nuestras páginas.

Treinta y cinco años de permanencia ininterrumpida de una publicación, permiten la presencia en nuestra revista de pontanenses que un día, a lo largo de distintas épocas, marcaron la vida de nuestro pueblo o, simplemente, gozaron del cariño y el afecto popular.

Con el ánimo de contar de nuevo con su presencia, de volver a traerlos junto a nosotros, iremos recuperando algunos de esos testimonios que en forma de entrevistas quedaron plasmados para la posteridad. 

     
Manuel Gálvez Linares, Chifarri

Publicado en El Pontón nº 10, enero 1987

Original de Miguel Jiménez López

Manuel Gálvez Linares, a sus ochenta y dos años bien cumplidos, aún está al frente de la empresa familiar que él pusiera en pie con su propio esfuerzo y tesón. Es un hombre sencillo y laborioso que desde su niñez tuvo la certeza de que el sudor es el mejor abono para que crezca el trigo que, una vez transformado en pan, adornara nuestra mesa. Su dilatada experiencia en relaciones personales, le hace calar con la simple mirada la catadura de cada uno, con la precisión de un avezado zahorí de la condición humana.

«Yo nací en la calle Nueva de mi querido barrio de Miragenil, a primeros de junio de 1904. Mis padres también eran de allí, por lo que puedo presumir de estar enraizado en este lado del puente. Aquí transcurrió mi infancia, estuve en el colegio y el río fue testigo de mis juegos y travesuras de niño. Este era un barrio apacible donde para cruzar la calle tienes que sacar un banderín de rallye o poco menos. Tuve varios hermanos entre los cuales sobresalía por lo travieso y vivaracho, hasta el punto de que mi madre me decía «El Bichito». Por desgracia mis hermanos fallecieron sin alcanzar la edad adulta, por lo que me convertí en hijo único, circunstancia que, andando el tiempo, me dispensaría de hacer el servicio militar, que por entonces suponía estar varios años de soldado y fuera de casa. Cuando dejé la escuela entré de aprendiz con Agustín Cornejo, que regentaba un taller de carpintería y me inicié en los secretos de la manipulación de la madera, profesión que más tarde me llevó a fabricar ataúdes con el mismo patrono, cuando abrió una funeraria».

Estamos en su despacho, donde él ocupa con toda propiedad el sillón, como el capitán de una vieja nao el puente de mando. Al repasar las páginas de su vida, su voz se imposta con un ajuar de matices, y vibra conturbada por un recuerdo emotivo o se encrespa al rememorar alguna zancadilla que le propinaron tiempo atrás. Pero al fin y a la postre, desde el sosiego y el equilibrio que le dan los años, compadece con un leve aleteo de los párpados, a los que en su día le colocaron obstáculos en la brega por conseguir su identidad.

«Tan sólo en una ocasión me fui a vivir fuera de Miragenil, y ocurrió cuando la funeraria puso una exposición de féretros y coronas en la Cuesta Romero, en una casa que fue de Jesús Aguilar. Allí me trasladé con mi familia, justamente al lado de la zapatería del popular «Aparatos«. Me metí tan de lleno en el negocio que hasta conducía el coche fúnebre, aquel que iba tirado por caballos adornados con penachos negros. Después de algunos años crucé de nuevo el puente y volví a mi solar con la parentela. Con la veteranía que dan los años en la profesión, me asocié con Antonio Florido y fundamos «Pompas Fúnebres Florido y Gálvez», sociedad a la que aporté un automóvil Dodge, que funcionaba con magneto, cuando no con manivela, y al que yo mismo le reformé la carrocería. Así comencé a hacer mis pinitos con los coches, pues aquellos remotos modelos tenían una estructura de madera forrada de chapa. Yo no tuve maestros ni asistí a cursillos de chapistería. Todo fue cuestión de voluntad y buena maña, aunque en aquellos primeros balbuceos el repaso final a los trabajos se lo diera Francisco Campano. De esta forma me independicé y me establecí por mi cuenta como reparador de carrocerías, Fue una empresa que surgió de la nada y sin financiación, por lo que tuve que pasar por etapas duras que en ocasiones me forzaron a trabajar en los molinos para criar a mis ocho hijos, pues como se puede suponer, en aquel entonces, los automóviles no eran tan numerosos como hoy».       

Ha elevado el sobrenombre de «Chifarri«, que no le molesta en absoluto, a la categoría de razón social de prestigio, conocida aún fuera de nuestro ámbito. Afanado en sus quehaceres, nunca entra en polémicas ni en dimes y diretes, convencido de que cualquier guerra es siempre el reconocimiento de un fracaso y el más lamentable error que los hombres agrupados cometen. Guarda sus opiniones para sí, y sin traicionar su propio criterio, coincide en que no hay nada más estéril que el pensamiento que se acomoda a causa.

     

«Esta misma escasez de vehículos a motor me obligaba a desplazarme a los pueblos del entorno como Herrera, El Rubio, etc. donde a veces pasábamos temporadas haciendo reparaciones. Y hablo en plural porque ya me acompañaba mi hijo mayor, Fernando, que ha sido siempre sobresaliente en todo y que domina la profesión hasta llegar a ser el maestro del resto de sus hermanos. Desde niño, por pura vocación y sin necesidad de instructores destacó en todas las facetas que abarca este oficio. Así se ha llegado a una gran empresa familiar de la yo soy el jefe. Mis otros hijos varones, Manolo, Antonio y Jesús, se han especializado cada uno en su cometido y son auténticos artesanos que no tienen nada que envidiar al profesional que tenga más títulos y galardones. En la firma trabajan además varios sobrinos y tres nietos que siguen la tradición de la familia. Es un negocio arriesgado este, pues tienes siempre mucho dinero flotante, en la calle, a sabiendas de que una parte de él no llegarás a cobrarlo porque no faltan desaprensivos. Tenemos laboratorio de pinturas, grúas, maquinaria de la más avanzada tecnología y una cualificación a toda prueba. Y aquí sigo en la brecha, porque nunca me ha faltado en las horas bajas el aliento de mi mujer, Ascensión Silva, que tiene un sentido del humor que espanta todas las penas que puedan sobrevenir».

Para calibrar su temperatura cordial y el impulso de su espíritu más entusiasta, basta preguntarle por la Semana Santa. Es entonces cuando llega al límite de su sensibilidad, queda desnudo frente a los convencionalismos y se lanza a narrar la gozosa, experiencia de palpar el tuétano de la tradición. No en vano, más de cincuenta años de su vida han transcurrido, más que inmersos, hincados en corporaciones y ambientes cofradieros. En cierto modo, para él, todo lo demás es accesorio, pura fantasmagoría, pompas y vanidades.

«Yo he luchado siempre por la Semana Santa. En la corporación «Los Ataos» permanecí más de treinta años, y fui yo quien les puso música, que esa es mi gran pasión. El acompañamiento de la banda nos costaba mil pesetas cada sábado, y alguno de los músicos veteranos de hoy debutaron con nosotros cuando eran unos críos. ¡Eran de ver Los Ataos cuando tenían el cuartel en la calle Aguilar, que hasta ponían fuegos artificiales en el balcón! Yo he sido muy picajoso, y cuando vestido de Judas ahorcado el Viernes Santo por la noche me echó de la procesión el Cofrade del Sepulcro, me prometí no vestirme más. Hoy, esta misma Cofradía, invitó por escrito a Los Ataos para incorporar este personaje al desfile. Mi sitio lo ocupó mi Fernando cuando ingresé en Los Romanos. Después de algunas peripecias provocadas por malos entendidos, entré en el Imperio hace 22 años, siendo presidente Francisco Baena Jiménez. Era Jueves Santo y mi carta de solicitud la leyó D. Calixto Doval Amarelle. Aquella misma tarde me vestí en la Escuadra Grana con la ropa que me prestó José Rivas Carmona. En 1979 me concedieron la Llave de Oro y ocupo el cargo de responsable del cuartel. Pertenezco a la Escuadra Oro y la verdad es que disfruto viendo disfrutar a mis hermanos. Fui Manantero Ejemplar el año 1983 y aquello fue para mí la culminación de una vida semanantera. Yo desearía que la juventud pusiera el mismo coraje y empeño que he puesto yo para realzar nuestras costumbres».

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