En exclusiva para El Pontón en su edición de enero 1988, núm. 18, coordinado por Luis Guillermo Porras Llamas
Total, que una vez terminado con miss Elaine me coge un primo mío criado en Madrid y muy relacionado con la hostelería, y me empieza a meter en banquetes de categoría. Ganaba bien y para que me saliera todo mejor, me da pensión en casa de una novia que él tenía en la Gran Vía madrileña. Era una pequeña residencia de lujo, pero aquello fue otro infierno. Allí paraban cinco artistas del Pasapoga, las que llegaban de madrugada despertando a tó quisqui, pero como la dueña era la novia de mi primo, tenía que aguantarme. Aparte que eran muy buenas chicas, pues se empeñaron en que yo actuara en la sala ya mencionada, en la que ellas lo hacían a diario. Convencieron al dueño y estuve tres días, pero fue un caso especialísimo, ya que este establecimiento era todo lo contrario al flamenco.
En este hotelito estaría unos cuatro meses, hasta que un día de los que me alargaba a Lucena a ver a los míos, que era cada quince o veinte días, me invitaron a la boda de una hija de Don Pedro Víbora. La boda fue como le correspondía, por todo lo alto; el padrino Don José Solís. Duró la boda desde el mediodía hasta por la mañana. Me regalaron cinco mil pesetas, todo un capital y entonces decidí quedarme en casa una temporada.
Por este tiempo, un día se presenta mi gran amigo Eduardo Díaz con el propósito de que le hiciera una piscina en Zambra, para otro gran amigo suyo y mío, Juanito Osuna. Estuve dos meses. Aquello era el delirio en plena naturaleza; era un cortijo-huerta. Había un palomar con unos mil animalitos o más, a las que todas las noches les cortaba el pescuezo el asesino del Chino, electricista, que estaba metiendo el grupo BOMBAS. Así es que la cazuela estaba todos los días a tentemonete y, por si era poco, había una gramola de bocina con un montón de «filaces» de lo mejor del flamenco. Nos pasamos un verano estupendo.
Bueno, pues para que se vea cómo son las cosas, con toda la pureza que allí se respiraba y tanta tranquilidad como teníamos, me tiré un mes largo hablando por señas. Cogí tal afonía que ya tenía la creencia de no recuperar la voz, pero, ¡amigo mío!, una vez terminado el trabajo, fui a ver a otro gran amigo: Don José Pérez Peláez. Pues bien, me hizo un preparado por él y a la semana tenía la voz mejor que Fleta. ¡Qué alegría me dio! Me trataba dos veces al día y desinteresadamente. ¡Qué lástima de hombre!; tenía un corazón más grande que un templo.
Bueno pues para festejar este milagro que me hizo mi amigo, me lio de copas con todos los amigos y, por supuesto, con él. Yo no me atrevía a cantar fuerte, pero él me decía «arrempuja, que no hay miedo». Allí estaba su cuñado y muchos más. Era en el bar de Malagón, donde se organizó la primera peña flamenca de Lucena. Allí había a todas horas jaleo porque sus hijas eran todas artistas. Pues este día duró hasta tarde y ya a las dos de la noche nos quedamos Emilio Longo, dos gitanillos muy graciosos y yo, y nos fuimos al Casino. Ya estaban para cerrar y dice el conserje: aquí no se puede cantar. Entonces responde Emilio: jugar sí se puede, pero cantar no… ¡pues ahora lo vamos a estar haciendo hasta por la mañana! El conserje llamó por teléfono al Presidente, que le dijo: déjale la llave y no estropees la cosa. Al otro día me enteré de que Emilio (que no nos refirió nada) había puesto cuatrocientas mil pesetas de su bolsillo para unas reformas del Casino. ¡Con razón no había quien lo callara!