El Pontón

LAS ENTREVISTAS DE EL PONTÓN Agustín Beltrán Labrador

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Desde 1986 son numerosos, y deliciosos, los testimonios de los distintos protagonistas de la vida de Puente Genil recogidos en nuestras páginas.

Treinta y cinco años de publicación ininterrumpida, permiten la presencia en nuestra revista de pontanenses que un día, y a lo largo de distintas épocas, han marcado la vida de nuestro pueblo o, sencillamente, gozaron del cariño y el afecto popular.

Con el ánimo de contar de nuevo con su presencia, de volver a traerlos junto a nosotros, recuperamos algunos de esos testimonios que, en forma de entrevistas, quedaron plasmados para la posteridad. 

     
Agustín Beltrán Labrador

Publicado en El Pontón nº 1, abril 1986. Original de Miguel Jiménez López

Agustín Beltrán Labrador nació en noviembre de 1898. Ha cumplido pues, 87 años hace tres meses. En estos días convalece de una caída callejera que, además de ocasionarle aparatosos hematomas y derrames en nariz y frente, le ha revestido de una aprensión que le hace permanecer en casa, como en un estuche guarnicionado de símbolos, a la espera de temperaturas más bonancibles.

-«Yo nací y me crie en la Matallana, en esta misma casa, cuando todo este ruedo era un descampado. En frente, justo donde el colegio, estaba entonces el molino de D. Luis del Pino, y el edificio del Monte de Piedad era la casa de campo de D. Francisco Cerveró. Mi abuelo, por aquellas calendas, pronosticaba: «Con el tiempo esto se convertirá en la Gran Vía de Puente Genil», y parece que no se equivocaba. ¿Deportes? Ninguno. En todo caso he sido un gran andarín y en mi juventud, nadando, aventajaba con mucho a todos mis amigos. Fui un buen nadador que cortaba el agua con el torso, sin braceos remilgados. Hasta hace un par de años he fumado sin continencia, sin que por ello hayan mermado mis facultades».

Su hermana me advirtió previamente que se encontraba un tanto torpón y despistado, y ante mi sorpresa y la de ella, me encuentro con un vejete animado y parlanchín dispuesto a relatarme un sinfín de hechos aparentemente fútiles y triviales que, sin embargo, merecen un rincón irisado en la memoria. Es solidario sin estar vigilado, y es libre sin haber sido nunca rico. Célibe por propia voluntad, ha ostentado a lo largo de su vida una virilidad de estameña.

-«Tuve una novia, pero aquello fue una ventolera que duró sólo unos meses. La verdad es que no sentía vocación por el matrimonio y sus complejidades. Rodeado de mujeres, pues soy el único varón en la familia, he estado atendido en todo momento sin notar la ausencia de una esposa. Mi profesión fue la de carpintero, pero pronto ocupé la vacante de mi padre en la fábrica de electricidad de El Carmen, propiedad de mi tío D. Antonio Baena Delgado. En aquellos tiempos de frecuentes apagones, la chiquillería cantaba a coro «Hache, y, jota, ka… la luz de Baena no vale ná». Cobrando los recibos por todo el pueblo creció mi afición andariega».

Tiene la voz de flauta dulce y el encanto intemporal de un daguerrotipo. Mirando hacia atrás sin ira ni nostalgia, en una búsqueda anginosa, desentierra los espectros ominosos del pretérito que acuden como saliendo de la migraña de una siesta.       

-«La mili la hice en Melilla. ¡Tres años sin ver a la familia! Escapé del desastre de Annual por chiripa, pues allí se quedaron para siempre muchos paisanos. De entre los pocos que se salvaron conmigo está «El Carrizo», que todos los años viene por feria de agosto. Para celebrar el acontecimiento nos vamos juntos al ferial y, echándole la espalda a la Meca, cogemos una pachera de churros con chocolate. ¿La Guerra Civil? Yo nunca tomé partido y siempre me guie por la bondad de las personas. Recuerdo cuando entraron las tropas de Castejón. Las gentes del comité, instalado en la acera de enfrente, despavoridas, penetraron en mi casa, la única del barrio abierta de par en par, para saltar la tapia y ganar en la huida el campo de fútbol que estaba a la espalda. Yo mismo, junto a mi abuelo, les ayudé a auparse para salvar la altura. Con la bulla y el miedo se dejaron atrás sables, escopetas, hoces, hachas y hasta una chaqueta. Cuando registramos la prenda de vestir encontramos una lista de candidatos al paredón en la que estábamos incluidos mi abuelo y yo. ¡Qué barbaridad! Así es que lo más piadoso que se puede hacer con estos recuerdos es archivarlos en el olvido».

     

Me maravilla encontrar colgado de la pared un magnífico retrato del Nazareno hecho por él en 1934 a carboncillo. Me muestra asimismo numerosos cuadros de Julio Romero reproducidos diestramente por su mano con la misma técnica del grafito. Es ésta una habilidad que muy pocos conocen. Con mis elogios consigo placidez de su alma y, nervioso, adopta una postura en escorzo, engarabitado. Por un instante su silueta asemeja la figura atormentada de un profeta escapado de un retablo de Berruguete.

-«En las dos cofradías más antiguas del pueblo, la de Jesús y el Santo Sepulcro, soy el hermano más veterano. En la de Jesús tengo el cargo de mayordomo y por eso llevo siempre más llaves que un cerrajero. Allí me bautizaron como El Espía, porque existiendo esa natural pelusilla entre las dos hermandades, cuando celebrábamos cabildo no faltaba quien dijera: «Anda, llévale ya el parte al otro cofrade, que se entere bien de la reforma del trono». ¿Comilón? No. Eso es exagerado. Lo que pasa es que necesito dos horas para almorzar, porque como muy despacito. Para tragaldabas Juan Hierro, que es de mi misma edad. ¡Qué buen saque tiene! Por proximidad he frecuentado más la ermita del Patrón, que no por favoritismo, y espero recuperarme pronto para asistir una vez más a su quinario”.

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