El Pontón

Las entrevistas de El Pontón. Hoy con… JOSÉ GIMÉNEZ CABELLO

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Publicado en El Pontón nº 17, noviembre 1987

Original de Miguel Jiménez López

José Giménez Cabello confiesa la edad de 72 años que, de no ser así, pensaríamos que se trataba de un maduro de espaldas al calendario, un joven aventajado, dueño de un rostro con un tenso dinamismo y una amable disposición anímica que proviene, sin duda, de un ritmo sentimental interior. Entre la baratóla de los resúmenes, el coincide en que la juventud es nuestra verdadera patria y que la amistad es, en sí misma, la más elitista de las pasiones. 

     

«Vine al mundo en el año 1915, precisamente en la casa familiar, en la calle Aguilar nº 70. Mi formación escolar transcurrió en los colegios de D. Francisco Vila, José Górriz y Dª Luisa «la Francesa», de los cuales guardo un grato recuerdo. Ya adolescente trabajé de mecanógrafo en la Banca Morales ganando 120 reales al mes, y durante la noche recibía clases de cultura general en la Escuela de Artes y Oficios. En 1933 regenté la tienda de ultramarinos que estaba justamente donde la droguería de los hermanos González Cabello, en la calle Don Gonzalo, establecimiento que trasladé en el año 46 a la acera de frente donde hoy está instalado Zoilo. La tienda se la compré a Pedro Ramos y por aquellos años atendía a la clientela con un babero de color caqui y simultaneaba esta ocupación con la de agente comercial ayudándole a mi padre. A su muerte, en 1947 me hice cargo de todas las representaciones, y años más tarde, en el 63, traspasé el negocio y me dediqué exclusivamente a representar casas comerciales. He sido un hombre inquieto y quizás por ello mi vida ha tenido numerosas facetas, ocurriéndome a lo largo de ella no pocas anécdotas y sucedidos dignos de mención. Uno de ellos ocurrió en 1961 durante mi etapa de concejal, siendo Alcalde D. Miguel Robledo. Por ausencia del titular hice yo de Alcalde en la inauguración del convento de los Padres Franciscanos. Se trataba de la toma de posesión de una parte del edificio adquirido a los Condes de Valdecañas. Para la ceremonia se desplazó un alto cargo de la orden franciscana, al cual le entregué la vara de Alcalde a título de cortesía con estas palabras: «Padre, durante su estancia entre nosotros puede considerarse la máxima autoridad de la Villa». Transcurrido el almuerzo que siguió al acto, y ya en la despedida, le pregunté a Ramírez por la vara, y después de buscarla por todos los rincones me confesó, demudado, que no la encontraba. Nos empleamos unos cuantos en buscarla y la vara no apareció. Al fin, con los invitados ya en el coche, le insinué a Ramírez que preguntara a los religiosos y así apareció. ¡La llevaba como recuerdo el provincial franciscano bajo el manteo!».

Ama la escritura más allá de sí misma, en la pura anécdota de las palabras escritas, igual que el místico iluminado amaba el Ser Supremo en el fervoroso vacío de la conciencia. Es capaz de permanecer horas y horas tecleando en la Olivetti con los ojos desvariados por una felicidad de retablo bizantino, para asombrarnos con unas historias gráciles e inverosímiles que parecen estar escritas el primer día de la Creación. El talento no necesita de la Historia y por ello él no se entrega ni a las memorias sombrías, ni al rosicler de las nostalgias engañosas. Al narrar su peripecia vital da la impresión de que él mismo se ha dejado dentro del cuerpo una luz encendida.

«Como digo, fui concejal varias veces y por los años 52-53 fui nombrado Presidente de la Comisión de Festejos en la Feria de Mayo. Por entonces el Ayuntamiento no tenía que hacer desembolso alguno pues los feriantes se peleaban materialmente por pujar en las subastas, hubo dos ocasiones en que el sobrante permitió adquirir un buen lote de libros para la Biblioteca Municipal y pintar todas las barandas el paseo, incluso las del puente. En esta feria primaveral nos lucíamos. Se organizaba un concurso cultural, «Lo toma o lo deja«, al cual concurrían estudiantes aventajados que pretendían repetir y muy pocas veces lo conseguían, porque en los temas intercalábamos preguntas capciosas que no alcanzaban a responder. Se celebraban carreras ciclistas en las que competían los hermanos Gómez del Moral, de Cabra, que naturalmente ganaban siempre. Igualmente, y como fin de fiesta, había un concurso de cante flamenco en el que invariablemente terminaba como triunfador nuestro popular «Frasquito«. Era una feria muy celebrada y las atracciones nos desbordaban. Todos los rincones eran ocupados, desde Miragenil hasta la Plaza de Emilio Reina, pero las calles eran insuficientes para el público que acudía. El alumbrado era abundante y variado gracias a la firma Ximenez que comenzaba a especializarse. Así permanecieron aquellas fiestas hasta el año 1963 en que desaparecieron. Ya había un tráfico rodado excesivo y como nosotros taponábamos las calles para desviarlo, la Diputación Provincial las prohibió y el Alcalde no tuvo más alternativa que ejecutar la orden Superior».

Conforme avanza en su narración sus cejas aparecen como escarchadas de estrellas a medida que va derramando, con la serenidad de la edad, la dorada espiga de los recuerdos. Su cabeza de tribuno es un laboratorio de sueños, sus ojos fijos por la atención, dos alfileres clavados en un olivo. Al hablar de Semana Santa, es consciente de que las tradiciones sucumben bajo el volumen de la muchedumbre, la avalancha del gentío y la locura de la cantidad. Como los hermanos románticos, concluye que la vida no es una tristeza, sino que discurre entre el sacrificio y la entrega, entre la satisfacción de los ajenos y la generosidad personal.

“Los mejores años de mi juventud los pasé en la Peña «El Mau-Mau» que se fundó al desaparecer la de «Martorell”. Al principio éramos un grupo reducido de amigos: Rafael Pino, Pepe Marta, Juan Segura, José Serrano «Cañitas», Manolo Berral, Juan Romero, etc. Frecuentábamos el bar de Miguel Mansilla y de ahí nació el «Mau-Mau”. Éramos un tanto traviesos y no poco revoltosos y casi siempre estábamos de fiesta. En una ocasión, cuando todos los presentes íbamos muy vestidos y acicalados, con la excusa de quitar una mancha de la solapa de un traje, tuvo la feliz ocurrencia uno de los socios de echar medio kilo de polvos de talco en el ventilador. ¡Nos pusimos de primera comunión! Era una forma de desintoxicarnos de los problemas cotidianos. Pero hay una faceta poco conocida: cuando hacían falta voluntarios para donar sangre, allí estaba el Mau-Mau en pleno. De igual manera colaborábamos en la Cabalgata de Reyes, la «Operación Ladrillo» y la «Operación Clavel» del padre Celestino, y fuimos socios muy activos del Puente Genil Club de Fútbol, cuando ascendió a 2ª División, todo ello sin perder la jovialidad. Al fallecido José Arroyo Morillo, Cronista Oficial de la Villa y queridísimo amigo, le nombramos Doctor Honoris Causa y le condecoramos con la «Orden del Zancajo» con solemne imposición de birrete. Anécdotas increíbles, para escribir un libro. A mí me llamaban siempre «El Pepe». En otra ocasión, como algunos cantaban flamenco, me requirieron para que yo me entonara. Ni corto ni perezoso dije a pleno pulmón el pregón del Tío de las Piñas: Niños y niñas/ llorar por piñas…» Aquel cante, de pura broma, quedó instituido para todas las asambleas a las 12 de la noche. Era una auténtica diversión con su componente de solidaridad con el prójimo. ¿La Semana Santa? Pues soy nada menos que el decano de «El Cirio» con 57 años de antigüedad. Fui uno de los fundadores y he ocupado todos los cargos directivos, de ellos 32 años como secretario. La verdad que este cargo ha sido para mí casi una segunda profesión pues lo desempeñé 11 años en la Agrupación de Cofradías, 12 en la Cofradía de Ntra. Sra. de la Esperanza; 16 en el Santo Sepulcro; 8 en el Colegio de Subnormales; 9 en los Mosquitos y Hermano Mayor de la Humildad, de Ntra. Sra. de la Esperanza, del Sepulcro y Virgen de las Lágrimas. En 1980 me nombraron Semanantero Ejemplar. Todas estas entidades me ofrecieron un homenaje en 1984. Aquello supuso para mí la culminación de una vida. Se sumaron amigos, conocidos, el colegio de Agentes Comerciales y multitud de gente que yo no esperaba, fue una gran satisfacción que me convenció de que merece la pena ayudar a quien lo necesite”.        

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