El Pontón

Las entrevistas de El Pontón. Hoy con… JOSÉ MARTÍN CASAS, «Bolindres»

Tiempo de lectura: 5 minutos
Comparte

Desde 1986 son numerosos, y casi siempre deliciosos, los testimonios de los distintos protagonistas de la vida de Puente Genil recogidos en nuestras páginas.

Treinta y cinco años de permanencia ininterrumpida de una publicación, permiten la presencia en nuestra revista de pontanenses que un día, a lo largo de distintas épocas, marcaron la vida de nuestro pueblo o, simplemente, gozaron del cariño y el afecto popular.

Con el ánimo de contar de nuevo con su presencia, de volver a traerlos junto a nosotros, iremos recuperando algunos de esos testimonios que en forma de entrevistas quedaron plasmados para la posteridad. 

     
José Martín Casas

José Martín Casas me espera en la barra de un bar próximo a su domicilio. Bebe un vaso de vino con gaseosa y fuma parsimoniosamente Celtas emboquillados acodado en el mostrador. Se presta a conversar con una amabilidad casi japonesa (no consigo que apee el usted), mientras, al recordar el pasado, sus pupilas arden de tanta crepitante materia existencial, que da la sensación de que está viviendo de nuevo algo que ya no ha de volver.

«Yo nací en Cabra hace 71 años y estuve en el colegio con los hermanos Solís, en particular con José y Felipe. Ocurrió que mi padre, que tenía un buen empleo en la Renfe, contrajo una enfermedad que le dejó paralítico y postrado cuando éramos unos críos. Por esa desgraciada circunstancia tuvimos que trabajar desde la infancia para sacar la casa del atolladero. Mi primera ocupación fue pintar de minio la baranda de la casa-palacio de la Vizcondesa de Telmes en la Fuente del Río. Trasladada la familia a Puente-Genil, con once años ya estaba yo arrimando adoquines para la construcción de la carretera que llega a la estación. Entonces el sueldo era de diez reales y se pasaba más hambre que un caracol en el palo de un barco. Por eso me fui a trabajar al Puente de Hierro, que se estaba levantando por aquellas fechas, donde me pagaban un duro diario. Allí me coloqué con Antonio Rivas Illanes hasta que estalló la guerra.

Lo de «Bolindres», que no me molesta, viene de que fui un niño canijillo y desmedrado. No podía ser de otra manera: ¡si a los trece años me cargaba sacos de cien kilos! Pude haber ingresado en la Renfe, como mi hermano Miguel, pero a mí siempre me ha gustado ir por libre y dar la cara a los vientos. A los 23 años me desarrollé y me convertí en un tiarrón. ¡Y pensar que me habían rechazado para la mili por corto de talla! En la contienda tuve varios empleos simultáneos, con buenas pagas, y es que lo mismo servía para un roto que para un descosido».

Aun sabiendo que su nombre no está dotado para la sonoridad del mito, hizo de la amistad y la fidelidad dos columnas luminosas, al concebir su propia humanidad como una brasa incandescente, sin importarle que, en la entrega y en el servicio a los demás, hasta las pavesas pudieran fulgurar y arder en la cotidiana derrota de la esperanza. Su memoria es como arcilla fresca en la que han quedado grabados con huella indeleble sucesos que escapaban a la medida del ojo humano.

«Cuando se hizo la paz tuve diversas ocupaciones, pero todas relacionadas con el camión, que ha sido mi auténtica e irrenunciable inclinación natural hasta que tropecé con Don Celestino Martínez Morante, «El Padre Celestino», con el que permanecí once años como persona de confianza. Los pontanenses tienen una deuda lacerante con este gran hombre, al que ni siquiera han dedicado una calle. Fue una persona providencial en la historia del pueblo. Con los comedores para necesitados remedió verdaderas hambrunas. A los menos pudientes se les proporcionaba desayuno, almuerzo y cena. Gracias a él tuvimos emisora de radio, Guardería Infantil y se edificó la Iglesia de San José. Fue un adelantado de su tiempo y aquella labor es impagable. Su recuerdo es para mí una constante diaria. Cuando la leche americana, se le daba a la salida del pueblo a las cuadrillas de aceituneros una ración acompañada de queso y mantequilla. En aquellos tiempos se comía uno las morcillas hasta con el precinto. ¡Y yo que no paraba! La «Operación Botella», la «Operación Ladrillo», ir por bellotas a la sierra, llevarlo a él a Madrid para hablar con un ministro, etc. Tan ocupado estaba yo que dormía menos que al que se le pierde un mulo por la noche en un rastrojo. Sinceramente creo que con este apóstol de la caridad no se ha mostrado generoso el pueblo pontanés. Sus más directos colaboradores fueron D. Manuel Vázquez Cárdenas y D. Antonio Sánchez Cuenca (q.e.p.d.), ambas excelentes personas».

Su gran vitalidad quizá se deba a que nunca renunció a las pasiones del alma que, lejos de perturbar al hombre, contribuyen a la unidad de su existir. No quiso ceder a los desvalimientos que se suceden en esta rueda acelerada que es el mundo, y con un pie en el estribo de la ironía, jamás se encandiló con las baratijas de los mediocres, de los que se distanció con la envoltura del silencio o el desdén.       

«En la postguerra se pasaban muchas calamidades por esas carreteras maltrechas y solitarias. Pinchazos que tenías que resolver solo y a tu manera, averías insolubles para las que había que aguzar el ingenio, escasa luz por la noche, componían un rosario de fatigas. La suerte es que nunca perdí el buen humor, que para mí resultó un talismán para capear cualquier contrariedad y olvidar los quiebros del destino. En una ocasión un curioso impertinente viéndome de madrugada tomando café cargado para reanimarme, me preguntó con sorna a dónde iba. Yo le repliqué: «A Los Arenales, que llevo un camión de enanos para la vendimia». Al mostrarme su extrañeza continué la broma: «Pues sí, éste es un invento mío. Como son tan chicuelos no se ven con las parras y te ahorras los seguros sociales. Además, comen muy poquillo y son tan agradecidos que si les regalas un chicle de menta, con el tercer brazo te van arando el terreno». Corrido y amoscado salió del bar el preguntón que echaba chispas. Sin embargo, nunca fui agrio con la gente y mis amigos se pueden contar por legión en todo el pueblo. Me llovían las invitaciones a los cuarteles, que me gustan mucho, pero por razón de mi trabajo y su horario intempestivo nunca pude pertenecer a ninguna Corporación».

     

Quisiera meter en las alforjas de sus agradecimientos a medio censo municipal, de puro generoso que es. De entre las descompuestas geometrías de su rostro se adivina un sentido perpendicular de la honestidad de su vida, en la que siempre triunfó la voluntad sobre la lógica. En las situaciones de mayor precariedad es cuando hay que demostrar la entereza de los principios y él ha sido lo bastante ágil para adaptarse a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos que le propiciaba la ingratitud del destino. Sobre todas las cosas ha sabido desde su más tierna edad eludir el riesgo de ser innecesario.

«Cuando se marchó Don Celestino entré al servicio de Don José María Espuny Fonollosa que además de darme trabajo me ayudó a financiar un camión de mi propiedad. Esta persona ha supuesto para mi algo así como el ángel de la guarda, pues me llevó a Madrid a una clínica donde me curaron una enfermedad por la que los médicos de Córdoba me daban tan sólo un mes de vida. Lo que aquí diagnosticaron como un mal irreversible, era simplemente unos pólipos que me dejaron sin habla temporalmente. Nunca le agradeceré bastante sus desvelos hacia mí, como tampoco a su hermano D. Agustín que igualmente fue generoso y humano conmigo, fuerza de empeños y trabajo llegué a tener hasta tres camiones propios. Cuando mis hijos Antonio y Miguel se independizaron, me quedé con uno y seguí bregando codo a codo con mi mujer, Belén Jiménez Ordóñez, compañera que ha sido siempre mi báculo en la vida. No me he portado mal con nadie y puedo comprobar que todo el mundo me estima. Después de tanta lucha, cuando me jubilé me quedaron treinta mil pesetas de paga. Para un vaso de vino y un paquete de Celtas no hace falta mucho más, pero podían haber sido más espléndidos, que hoy por hoy tengo menos dineros que un difunto».

¿Interesante? Compártelo

Artículos Relacionados