El Pontón

MEMORIAS Y CORRERÍAS DE PEDRO LAVADO – CAPÍTULO 6: Mis aventuras en Cádiz

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En exclusiva para El Pontón de enero 1987, núm. 11, coordinado por Luis Guillermo Porras Llamas

Efectivamente, cuando una persona acostumbrada a las fiestas y jaleos se casa, cambia por completo… pero a peor. Esa alegría de entrar en casa soltando los pantalones por aquí, la chaqueta por allá, salir y entrar a placer, eso se acaba aquí: “¡No pises, que está recién algofifao y no lo veo nunca limpio!”, o “¿¡te crees que yo no tengo derecho a sentarme un rato!?”, “¡Tú, como coges la puerta y no entiendes de «ná».., aquí a una que la parta un rayo…!«

-¿Qué dinero me traes esta semana? 

     

-¡Toma el sobre!

-¿Esto nada más?

-¿Pues no estás viendo que te lo doy enterito?

-¡Con esto no tengo «pa ná»!

Estas y otras muchas como estas, y peores, son las conversaciones en el matrimonio Estas por la parte económica y otras porque le sobra el dinero y tiene necesidad de salir para exhibirse con su marido, aunque él no tenga ganas. Así es que la guerra no acaba nunca. ¡Pues bien, a lo hecho pecho! Con estas cosas también se aprende.

Estuve cinco meses en Lucena, cuando me entero de que en Cádiz se ganaba bien en la construcción. Me planto en Cádiz con mis herramientas y mis ropas, pero la cartera vacía. Me llego a unos bloques en los que habían trabajado unos paisanos: los hermanos Amador, Manolo Chía y varios más. Estaba todo completo, o sea, que no faltaba personal. Dan de mano y nos acercamos a una tabernilla que había frente. Empezamos de copitas, yo, como siempre, a cantar: venga vino y tapas. Yo le comenté a los paisanos que iba «pelao» y me dijeron que el tío no daba «fiao». Cuando terminó la «corría» le digo: ¿Amigo, mi parte se la daré cuando empiece a trabajar y además vendré todos los días a comer? El hombre enmudeció, pero de momento dijo: ¡Si no lo veo no lo creo! Saltó Chía y dijo: ¡El que no se lo cree soy yo, que llevamos aquí seis meses y no lo hemos «conseguío» ¡Entonces respondió el hombre: ¡lo voy a matar!       

Total, me colocó. Ganábamos bastante. Dormíamos en «nuestra tierra». Las copitas las tomábamos en una taberna y tienda de ultramarinos, cerca de casa, pues el tendero era soltero y tenía muchas muchachas por clientas (lógico), con las que hicimos amistad hasta el extremo de conseguir que se vinieran los domingos a bailar al patio de la tienda. Contratamos cuatro músicos, a cuatrocientas pesetas todos los domingos, que pagamos entre cuatro o cinco. Aquello era el delirio a «puerta cerrá».

     

Tengo que decir que se trataba de «güeña gente», que es la que a mí siempre me gustó. Con el tiempo se fueron yendo algunos, hasta que quedamos el dueño y yo. ¡Déjalo!, pero como tenemos las gaditanas más guapas del globo, se podían dar «besaos» los ochenta duros.

Trabajé en múltiples sitios, hasta en unos bloques que eran de los Sres. Gómez Varo. Donde más se ganaba, allí iba yo. Los días de descanso, por la mañana, cuatro o cinco, ya mencionados, por cierto, que un día cantando en una taberna por Antonio Molina, que estaba de moda y que yo remeaba y me parecía a él en todo (el pelo, delgaíllo y la voz), me confundieron con él y se atascó la calle, pues era muy estrecha. Se cortó el tráfico y un tranvía, que era el más próximo, se quedó vacío. Los viajeros se bajaron al oír a «Antonio Molina»; y hasta tuvo que intervenir la policía.

Entre cante y cante conozco al dueño del cine España (de verano), que me lo ofrece para cantar; y al saber que era albañil, me da por contrata el hacerle una cafetería en el local y mitad a la calle. Gané dinero. Allí se presentó Paco el Lindo con Tomás Aranda, uno vendiendo ladrillos, el otro con el achaque de amigo y que no conocía Cádiz, se escapó del Bar y la liamos bien.

Así pasaba mi vida en la «Tacita», pero ya me puse en un plan que amanecía casi todos los días; me empiqué a ir a la «privadilla», lo más selecto en flamenco de la ciudad. Me juntaba con Aurelio Selles, Amós Rodríguez, Chato la Isla y muchos más.

Mi mujer, que ya había yo» tirao»(a la fuerza) de ella para allá, dio a luz mi primer hijo: mi guapísima Puri; un achaque para que hubiera que estar temprano en casa. Esto era insoportable, con lo bonito que era pasear por la noche, en coche caballos por la bahía. Las maletas y «pa» Lucena otra vez; allí tenía ella su familia y yo estaba más suelto, que de tó quiere Dios un poquito.

Continuará…

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