En exclusiva para El Pontón mayo 1987, núm. 14, coordinado por Luis Guillermo Porras Llamas
Siempre se olvida algo. En los artículos anteriores no había caído en una aventura vivida en Madrid y que, si hubiera tenido talento, quizás habría cambiado mi vida en todos los sentidos. Pero yo nunca me he arrepentido de lo que he hecho, y estoy muy gustoso con ser como soy.
Resulta lo siguiente: viviendo en mi primer domicilio de Madrid, en Carabanchel alto, hago amistad con un panadero. Yo iba a por el pan para bocadillos y de noche echaba con él unas partiditas al dominó en un bar cercano a nuestras casas. Pero un día llego a la panadería y le pido que hiciera unos ochos para regalarlos a una familia que daba una fiesta, a la que me habían invitado. El hombre me dejó el obrador encantado. Ya terminada su faena, cuando el hombre me vio trabajar con la rapidez y soltura y que tenía (ya dije antes que fue mi primer oficio), se quedó asombrado y cuando él y su familia probaron los ochos, más aún. No los conocía, al menos con esa forma y de pan, pan. Le expliqué que era una especialidad de mi pueblo y quizás creación. Me anima para que los fabrique y ofrezca en establecimientos de bebidas y tiendas. Él ponía la materia prima y el local, y yo, hacerlos e introducirlos. Apaño dos cestas de mimbre con sus tapas y empiezo dándolos a prueba; en cada sitio dejaba doce o catorce, y ya volveré. En algunos establecimientos me los pagaban y sacaba para los gastillos. En este plan me tiré unos veinte días. En los tranvías los daba a probar a los viajeros, hasta el punto que los conductores aflojaban el paso para que me subiera, pero, ¡claro!, como no había fondos para hacer el artículo, ya que el panadero, que era un pequeño industrial, se cansó de poner harina y yo también, pues me aburrí. Pero si llego a buscarme un socio, que en Madrid los hay, con el ambiente que tenían y un poco más, nos podíamos haber forrado, y hoy en día podía haber sido un BIMBO, o algo así por el estilo. Pero a mí nunca me ilusionó el dinero. Siempre me gustó vivir al mediodía, la mitad que los gitanos.
Bueno, pues entre Madrid y Lucena va transcurriendo mi tiempo, cuando anuncian un concurso nacional en Córdoba con carácter regional (después del celebrado en 1.956, se dieron dos años de esta forma, pero con los mismos premios y grupos o sesiones; después, ya saben nuestros lectores, que se vienen haciendo cada tres años). Me apunto y me contestaron dándome hora y día.
Por este tiempo, aparte de tener muchos amigos en Lucena, tenía uno que era sargento de la Guardia Civil. Este hombre se metió en el cuerpo con el oficio aprendido de ebanista; él se construía su guitarra, que por cierto la tocaba bien, pero cantaba mejor todavía. Y este fue el motivo de nuestra amistad. Él estaba en la oficina por la mañana y al mediodía, cuando terminaba, raro era el día que no nos juntábamos… y a cantar se ha dicho. Nos metíamos en esas tasquitas tan guapas de la Barrera, o en otras similares, pero siempre de cante.
Bueno, como ya he dicho, me avisaron de Córdoba. Salgo la tarde anterior a mi presentación dando un paseo, y me encuentro con este amigo. Le enseño el telegrama, ¡y a celebrarlo! Yo llevaba ropa de albañil, pero limpia, y a las tantas le digo: Curro, que me voy, que a las diez de la mañana tengo las pruebas eliminatorias (a él le gustaba que le llamara Curro Arsenio, que era el nombre artístico que él se ponía donde no le conocían) y diciéndome: ¡párate un poco más!, y ¡más!, me dieron las siete de la mañana. Ya me hice cuenta a no presentarme, pero él decía que amanecido cantaba mejor, porque mi voz perdía brillantez y ganaba en duende. ¡Las cosas de los flamencos!
Estábamos en un bar a la salida para Córdoba y entra a tomarse un café el Sr. Castroviejo, de aceites del mismo nombre. Al señor se le ocurre decir: ¿Quiere algo para Córdoba, don Francisco?, dirigiéndose al sargento. ¡Hombre, pues precisamente quiero que se lleve a mi amigo, que va a ganar un premio en Córdoba!
Yo no quería ya ir con aquella ropa y entonces mi amigo me dio una tarjeta para Almacenes Ruiz, en la calle Gondomar, que es donde él se vestía: tarjeta autorizada para comprar lo que quisiera. Me pasé todo el camino roncando y llegué con el tiempo justo. A las diez me escucharon y me dijeron que tenía que quedarme dos días más, pues había muchos apuntados y los cantes se hacían por sesiones. Me salgo del Circulo de la Amistad, que es donde se celebraba, y me voy a la tienda. Me compré un traje de última moda, zapatos, camisas, todo un equipo y doble interior.
Por la tarde, cuando me tocaba la segunda Intervención, se quedó el jurado bizco. Iba impecable., y por la mañana lo había hecho con una blusa abrochada hasta lo alto. Hubo quien dijo: ¡Este chaval tiene que ser de dinero y para aparentar pobreza llega esta mañana distinto, con vistas a conseguir un premio! Tanto, que hasta lo creyeron el cajero y el secretario, pues fui a pedir al otro día lo de la dieta y me dijeron ¿Cuánto quiere? Yo sabía que las dietas eran trescientas pesetas, pero yo les mil pesetas… ¡y me las dieron! El cajero, que vive aún, es testigo: sr. Rayas.
Continuará…